lunes, 17 de enero de 2011

Y sin embargo se mueve


Es de las personas que más respeto; una de las poquísimas a las que escucho y a las que, estoy segura, seguiré escuchando. Y aunque no es la primera vez que le oigo decir algo parecido -me ha reñido por mi "absurdo madridismo", por dedicar tanto tiempo a ver, hablar y leer sobre fútbol-, esta vez ha sido diferente.

“Me gusta el fútbol, pero no tanto como para tomármelo en serio y, por tanto, me cuesta creer que alguien escriba sobre él en serio”, me ha dicho. No voy a cuestionar la razón que tenga o no para opinar de tal o cual forma, porque uno solo de sus argumentos bastaría para evidenciar la razón, infalible, por encima de mi blanda intuición. Y sin embargo, algo escuece. Eppur si muove ó E pur si muove.

Cuando llegué a España hace ya unos años, para mí el fútbol era eso, un deporte. Y puede que un gran deporte, o El deporte. Después de cuatro años, el fútbol es, y lo he dicho, una forma de ejercer ciudadanía, de hacer bulto -como siempre, sí- con motivos en apariencia más pedestres, menos heroicos. Ya no vamos a la guerra. Vamos al clásico. O al derby. O al final de Champions. O como queráis llamarle. Simon Kuper dixit.

En el fútbol, las patrias -tal y como las entendíamos- son cada vez más débiles. Se es del Inter o del Milan. Del Madrid o del Barcelona. No importa el lugar de donde procedan los feligreses, porque asumirán el Club como un sucedáneo. La tribu es el territorio, y no al revés.

Y sin embargo, miento. Porque ésa es sólo una de las vivencias del fútbol: la que se tiene desde el primer mundo, desde la amplia meseta de las -inalterables e infranqueables- clases medias europeas. Pero en algunos otros lugares, algunos de de topografía social y física más pronunciada, las patadas valen, y mucho. Ellas pueden ser la diferencia entre que un benjamín y su familia entera vivan mejor, o que se quede uno en el camino del trapicheo y los otros en el foso de la pobreza. Excepciones, claro, siempre excepciones. Telúricos brotes en un continente donde todo proviene de la naturaleza.

Que la gente se apasione más por las antipatías que despiertan entre sí delanteros o entrenadores que por las mayorías parlamentarias. Que el bar matutino esté despierto para denunciar pillajes arbitrales y no expediciones del FMI. Que para el gobierno francés el motín de su selección en Suráfrica fuera un tema de Estado. Que once señores en pantalones cortos desfetichicen la bandera española -y lo saben, porque sí, que la bandera (izada en determinados lugares) no es una tela neutra- es algo que merece alguna curiosidad.

El problema, como en todas las ciudadanías, se esconde en el exceso. Del hincha al fanático doméstico enajenado, ése que, como yo, ha tenido que levantarse de la silla e irse, para no hacer tragar un cenicero al míster jubilado que en el bar se despacha -como si supiera- la defensa del club querido. Lo he hecho. Y sí. No está bien. El territorio es la tribu. Y quién mejor que Juan Villoro para contarlo.

Ésta no es una respuesta, ni mucho menos, para quien me ha puesto a pensar estas cosas. Es tarea que he traído a casa, al autobús, al invariable vagón de la línea cinco. Es una obligación que ronronea y retoza, pendiente de atención, entre un libro sobre el liberalismo político a medio de leer de Lassalle, otro más de Carlin (Los ángeles blancos) y los diarios de Alejandra Pizarnik. Esto no es, en absoluto, un respuesta. Es sólo una acrobacia, una cuenta pendiente, un motivo para que no quede duda: escucho, aunque no lo parezca, escucho.

domingo, 9 de enero de 2011

Villarrealazo (o los sapos de Magnolia)



No es que esté mal o bien. Es, y punto. Los lugares comunes son así; de esperarse. No más acabar el partido entre el Real Madrid y el Villarreal Futbol Club, salgo del bar y vuelvo a casa. El cigarrillo lo enciendo fuera, de camino al portal. Ya frente al ordenador, abro el Explorer y tecleo los nombres de los equipos. Los titulares llueven como sapos en una secuencia final de Magnolia: sin gracia.

"El Real Madrid hunde al Submarino amarillo". Primer -y último- sapo de la noche. Con esto basta para alzar los brazos. Después de noventa minutos de un fútbol rápido y rapaz, en el caso del primer Villareal, y de un segundo tiempo en el que el Real Madrid tuvo que cambiar el tartamudeo ofensivo y el mediocambio merengón por algo más consistente, resumir el encuentro en tan sucinto titular es poco menos que estafar. Quizás sea el momento de sacar un manual de estilo, blandirlo hacia la nada y gritar: ¡Bastenier, perdónalos porque ellos...!

Que sí, que el apodo da juego y gracia... Nadie lo niega, pero además de versionar por décima octava vez (y mal) el acostumbrado chascarrillo con el que la prensa titula todo encuentro de este Club, convierte este partidazo en un trámite. Sin embargo, parece que cuarenta y cuatro años no son suficientes para dosificar un hábito. Y si hoy el Villarreal se merecía su apodo no era para un titular así. Se lo merecía por muchas otras razones.



En 1967, luego de celebrar su ascenso liguero con El submarino amarillo, una versión de Yellow Submarine hecha por Los Mustangs, el Villarreal comenzó a ser conocido con este mote. La idea de nave potente, de artefacto bélico capaz de avanzar de forma infalible en cualquier agua, reforzó la identidad del equipo al punto de que hace poco, en 2006, la afición -apoyada por el grupo socialista de la localidad- propuso instalar un submarino, un S-63 Marsopa, en Villarreal, la ciudad de la provincia de Castellón a la que pertenece el equipo. La idea no prosperó.

En fin. Es de ese submarino del que estamos hablando. El mismo que después de su enfrentamiento y la remontada antológica contra el Valencia en la Copa del Rey la semana pasada, llegó al Bernabéu despeinando el césped y arrugándole la frente, y la alineación, al Señor Mourinho, quien en sus cambios de libreta llegó a pensar en colocar al mismísimo Sergio Ramos de delantero centro.

Los primeros 45 minutos dejaron la huella de un equipo que, por encima de cualquier cosa, jugaba al fútbol. Ataque veloz. Control absoluto de la zona. Congestión de las bandas madridistas -de pronto delgadas y debiluchas-. Los hombres de Garrido presionaron, y mucho, a un Madrid que no entendía cómo ni de qué forma concretar ocasiones de gol.

Un primer tanto de Rubén Gracia Calmache, Cani, (quien tuvo la desafortunada - porque no valía ya la pena- idea de lanzarle una botella de agua a Mourinho en el minuto 83), rompió el marcador merengue. Al minuto nueve, el centrocampista alemán Mesut Özil -entregado, veloz y currante a más no poder en este partido- dejó un pase de Benzemá a Cristiano, quien marcó así el primero de su Hat-trick para este encuentro.

En ese primer tiempo todo fue escaramuza. El Madrid se deshizo en pedacitos, literalmente, con disparos alocados de Di María y Benzemá -que estuvo constantemente en fuera de juego-, arrebatos de Marcelo y despistes como el de Albiol en el minuto 18, que dieron diana a Marco Rubén. Y todo ocurría mientras el Villarreal se hinchaba sobre los merengues como una nube de humo y fútbol.

Una falta cobrada por Xabi ALonso y rematada de cabeza por Cr7 pusieron el empate en su sitio y fin al primer tiempo. El portugués se fue al vestuario como Pichichi histórico con 22 goles en 18 partidos, por encima de Puskas, que en la temporada 1950-51 había logrado, en el mismo lapso, 21 tantos.

La vuelta al campo obligó al Madrid a replantearse la táctica. El cambio de Sergio Ramos a la posición de central en un cierre de la defensa; la salida de Lass; la siembra del mediocampo con Khedira, y la entrada de Kaká, mejor dicho, la magnífica entrada de Kaká, cambiaron las cosas. Y así llegó el tercer tanto de Cristiano. Un dudoso gol, empañado por un fuera de juego cuyo reclamo le valió cartulina roja a Garrido y al Madrid, por supuesto, el acostumbrado resoplo de la sospecha.

Un Villarreal menos agresivo, menos atinado, seguía buscando hacer pulso, tuteándose con un Real Madrid, ahora sí, más despierto. La remontada heroica es algo que parece estar grabado en los valores del Club, ese otro chascarrillo, ahora corporativo, que impregna cursi y solemnemente a jugadores y aficionados (¿sí, y qué?). Si existe una tablilla con semejante frase tallada en ella, estoy segura de que, en algún lugar, esa modalidad del quehacer épico estará descrito. Sin embargo, y esta vez lo sentí así, mucho del brillo de los merengues vino dado por un rival de calidad. El mejor, de largo, con respecto al resto de los equipos de la Liga Española.


El Madrid sacó lo mejor de sí porque no bastaba un fútbol económico para resolver un encuentro de altura. De ahí que la aparición de Kaká -a su manera, siempre tan ecuménica- haya resultado providencial. Primero un centro que provocó el error de Diego López... y finalmente, una guinda. La guinda. En su tercer partido tras la larga ausencia ocasionada por la lesión, el mediapunta brasileño no necesitó de mucho para conseguir un gol limpio, hermoso. Faltando once minutos para el final, y con asistencia de CR7, Kaká anotó. Un toque santísimo que serviría para cerrar el encuentro y, de paso, callar la inflamación del polémico tercer tanto.

Que no se trata de un submarino hundido o hundidor. Que las aguas no son éstas o aquellas. Que ni periscopios ni escotillas. Que el fútbol resplandece cuando se juega así, con ganas y sin imposturas (a pesar de los saludos al vástago). Que el triunfo de hoy no ha sido blanco, no del todo. Que a pesar de un arbitraje espasmódico, irregular y miope -para ambas partes, aunque la piedras lluevan ahora sobre los merengues-, el fútbol hoy ha sobrevivido a los lugares comunes, a los chascarrillos de teletipo y los adjetivos que caen, como sapos muertos, en las redacciones deportivas.

domingo, 2 de enero de 2011

¡Yo bostezo!

XX
Escena uno. El tedio de un hincha...
19 de diciembre de 2010. Jornada 16 de la Liga. Real Madrid-Sevilla. Uno-Cero. Espectador cansado mira una rueda de prensa preguntándose si los errores arbitrales también pueden enviar a un equipo a la Isla del Diablo. Entrenador aireado sostiene una larga lista de omisiones. La prensa sigue, muy atenta, el suceso. Lo hacen ese día y los siguientes. Que alguien defienda a su equipo, pide el técnico.

20 de diciembre de 2010. La prensa no se despega del míster luso. Y como al Capitán Dreyfus, imparten la condena o, si hace falta, más gasolina para animar la fogata (en la que asarán más salchichas para vender). Como si el asunto fuera importante, realmente importante -como si Merkel no existiera, por ejemplo- el técnico portugués del Real Madrid, ahora convertido en Dreyfus merengue, muta en bucle mediático. Hasta en la sopa.

21 de diciembre de 2010. Debates y tertulias deportivas se posicionan a favor o en contra del míster. Ruedan las imágenes del aludido. Permanentemente le veo alzar su mentón oliváceo, su rostro siempre bien bronceado. Dejo de hacer lo que hago. Levanto la vista sólo para verlo gritar J’accuse. Entonces... ¡sólo entonces!, a mí, por extravagancias menores –el paro, el aumento del 20% en mi pago como autónomo, las truculencias remotas que ocurren en mi país de origen- me da por gritar ¡Yo bostezo!
-Fin de la la escena-

Confesión Uno. Bostezo agresivo.
Me aburro. Algo extraño ocurre. Sintonizo un juego, ése, aquél. El que pasó. Hasta la jornada 16, asisto a la liga con la seria sospecha de estar lesionada. Apoltronada en la barra del bar en el que hasta hace poco podía fumar, miro el fútbol con gesto amargado. Tuerzo la mueca, para que nadie me interrumpa. No quiero hablar. Ni confesar mi credo en la variopinta feligresía futbolera. No me apetece que me cuenten que CR7 es un chupón. No voy a pelear, esta vez no, sobre el verdadero problema del Madrid –¡el medio del campo, joder, el centro del campo!-. Que no es Benzemá el problema, me gustaría gritarle al imbécil de enfrente. Por eso la cara de pocos amigos. Ponme otra clara… y cállate, ¿quieres? (me gustaría agregar, con esos modos de taberna que no poseo del todo, ¡Dios!). Entonces aparece una escaramuza en el área. Grito, me molesto. La barrera se mueve (Uyyyyyy). Tiro al suelo la colilla que hasta hace poco podía tirar y espero a que Cr7 cobre el tiro. Acaba el juego, espero al siguiente. Lo echa la Sexta, justo ahora. Miro al Barcelona. Apunto en mi libreta imaginaria un sombrero que he visto hacer a Pedro (ito). Me visto, de nuevo, con la cara de pocos amigos. No me apetece el monotema. Que si juegan de memoria. Que si así no se puede. Que si aburren por infalibles. ¡Déjenme ver el fútbol en paz. Por favor, en Paz!

Confesión dos. Bostezar versus
Acaba la jornada de fútbol del sábado por la noche. Amanece. Leo el Marca, el As, el Sport y el Mundo Deportivo que mi madre compra religiosamente (junto a El País y El Mundo), todos los días. Y entonces me vuelvo a aburrir, pero esta vez más. Todo lo visto la noche anterior se sintetiza, malamente, en cromos. "Di María salva al Madrid". "Otro recital". Y donde había fútbol ya no encuentro ni catenaccio. Pienso en retomar el blog, éste, pero no me apetece teclear una palabra al respecto. Mientras leo El sueño del celta escucho, al fondo, el resumen de jornada de la Sexta. Y venga a hablar de Mourihno. Mou con libreta. Mou versus Valdano. Mou a la diestra de Di Stefano. Mou y los valores del Club. Mou y el vestuario. Y así estamos, una semanita, antes de Navidad, despachándonos -sin bacalao-al luso. Y yo me pregunto, pero… ¿y el fútbol? ¿cuándo vamos a hablar de fútbol?
X
Bostezo. Paso los canales, días después, en casa de mi madre. Ella no lo sabe aún –se enterará cuando lea esto-, pero cada día me cuesta más hablar de fútbol en familia. Su reciente afición al programa Punto pelota, de la cadena Intereconomía, separa cada vez más nuestras anteriormente civilizadas conversaciones, por acaloradas alharacas en las que ya no hablamos de fútbol, sino de lo que los periodistas creen que es fútbol. Las vacaciones de Messi. El humor de Mou. La manita sí. La manita no. El altavoz en el pecho de Mou, que da a la prensa lo que quiere: ruido. ¿Y el Villareal, y el Valencia, y el Espanyol? Podríamos hablar de Pochettino. Mi madridismo intenta resistir a sus propios fororos –Roncero, ¿por qué no te callas?- y mi aprecio por el juego culé comienza a disolverse en la acetona fanática de sus propios odiadores. Regatearle el balón de oro a Iniesta no es un desatino. Es, simplemente, hacer sudoku con el centimetraje.

Confesión tres. Bostezo paleto.
Al día siguiente del boxing day, rebusco la prensa deportiva. Otra vez sin ninguna esperanza. Confirmo lo que no he podido ver en la tele. El Liverpool no pudo jugar contra el Blackpool a causa de una helada que convirtió el campo en un sorbete. El encuentro entre ambos equipos de la liga inglesa quedó suspendido para el próximo 12 de enero. No me he perdido de nada, pienso, mientras me como una aceituna. Esa mañana picoteé las páginas deportivas, buscando algo más de información de la premier. Pero además de eso nada. Y aunque Torres debería dar de qué hablar, veo poco entusiasmo. Poco Niño y mucho Mou. Otra vez. Pasan los días. Leo en el As un reportaje entero sobre el retraso del vuelo de Mourihno desde Nueva York hasta Madrid. El 75% de la noticia es un cable de Europa Press sobre el estado de los Aeropuertos en Estados Unidos, el resto es especulación. Mourihnología. En la clasificación de la Premier, los Reds siguen mal y aunque Torres haya marcado ante el Bolton en Anfield, no veo mayores comentarios. Los Diablos Rojos arrastran 25 puntos y el noveno en una clasificación de dieciocho, pero más puede el canapé del vestuario madridista en esta merienda de deportistas monotemáticos. Bostezo.

Epílogo (sin cura y sin confesor) Días sin tabaco y … ¿sin fútbol?
Quiero ver fútbol. Leer fútbol. Hablar de fútbol. No de Mourihno. Tampoco del humor salarial de Pepe, ni de los mimos a Messi, tampoco de las tesis acerca de las postcolonias europeas en el mundo del fútbol ni mucho menos de los besos del Capitán a la señorita Carbonero. Mañana volveré al bar. No llevaré tabaco –para qué, si no podré fumar. Me sentaré, Dios quiera, a esperar el regreso de Kaká (pero no la marcha de Özil, espero). Me sentaré, por eso de las patrias, a esperar a que Miku haga un buen partido. Me sentaré, por todos los Santos y de una buena vez, a rezar para que esta lesión no sea grave, para que el bostezo se disipe y el fútbol regrese al lugar del que nunca debería de haberse ido.