domingo, 25 de septiembre de 2011

A él lo escribió Cortázar en un sueño

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Una amiga se refirió a él como un cronopio. Eso dijo Sandra en respuesta a mi actualización de estado del Facebook, donde escribía -después de ver al diez azulgrana en su partido contra el Atlético de Madrid- que un jugador como Messi sólo podría haber sido inventado por Borges. Y ahora que doy vueltas al tema, aún embobada por su apoteósico gol final, pienso que Sandra tiene razón. Messi es un cronopio. Un espíritu lúdico e incomprensible.

Escritas Las historias de Cronopios y Famas –un Libro de Manuel, qué digo, de manual, para entender a Julio Cortázar- , en 1962, esta breves fábulas se convirtieron en la sucursal literaria de Cortázar, un hombre de altura increíble y literatura explosiva. Alguien capaz siempre de ganar por puntos y por knockout. Un escritor capaz de todo, y más. Alguien a quien pueden perdonársele todas las panfletariadas y los desatinos. Un hombre alto, de gruesas gafas de pasta y afición a los gatos. Un hombre capaz de inventar el cielo con una Rayuela perfecta. Y no es que Borges no lo hiciera. Es distinto. Es diferente, como Lionel Messi.

Los cronopios y él, el cronopio mayor, llegaron al mundo del relato breve para distinguirse por su poética infalible. Por ser seres capaces de inventar el mar dentro de un frigorífico o de afeitar una manzana con la dulce rozadura de sus acciones. En su texto Viajes escribe Cortázar para diferenciarlos de los Famas:

Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.

Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de "Alegría de los famas".

Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.

Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan.

Enonces pienso que sí. Que Messi es un cronopio en toda regla. Un hombre a quien sólo su silencio basta. Alguien que no necesita jactarse de nada distinto de su soliptismo. Ese estado raro de trance que toca a los genios y les permite negociar con el mundo. A Messi le da igual -o así parece- el mundo que está más allá del campo. Lo ve, supongo, como un trámite, una especie de pecera con su ruido de sancedeces y pichichis. Saltar al campo es, supongo, su manera de desentenderse. Entonces, sólo entonces, ocurre lo que vemos. el futbolista argentino hace lo que el escritor compatriota: partirte el corazón de arrebato y belleza, con la limpieza de las buenas puñaladas. Coge el balón, uno sólo... eso, ¡un balón! Ese objeto de cuero que entre sus pies se vuelve loco.

Sábado 24 de septiembre. El Otoño ha entrado como una dulce y menos cálida pasión. Miro el fútbol. La boca me arde de guindillas. Y veo lo que veo (y pensé que había visto ya demasiado). El diez se escapa. Pega carrera. Regatea de derecha a izquierda hasta que su piececillo izquierdo , su nimio y potente pie, golpea el balón hasta llevarlo a la red en el minuto 90.

Y para redundar con el verbo. Para confirmar que no hay palabras suficientes en el diccionario para su juego. Para eso, para confirmar que describirle es imposible, cito al Pep Guardiola: “Messi no se explica, se ve”. Así de claro, como una bofetada o un beso tornillo. Como un golazo cuando habíamos visto ya dos –o tres, porque Messi forzó el balón en propia puerta-. Doce tantos en trece partidos contra el mismo Club, los colchoneros. Once veces hacedor de un hat-trick.

No me cabe duda. "Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres". No me cabe duda, a este chico lo escribió Cortázar en sueños.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Querido Zidane, dos puntos

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Mourinho me aburre. Khedira me aburre. Florentino me aburre. Marcelo me aburre. Sergio Ramos me aburre. Mourinho vuelve a aburrirme. Lass me aburre. Di María me aburre. CR7 me aburre. Coentrao me aburre. Pero Murinho me aburre soberanamente más.

Amablemente,
La KSB

sábado, 17 de septiembre de 2011

¿Nos sirve gato el Mou?



El madridismo es, lo sabemos, un desamor. No hay otra forma de hacerse merengue distinta al agrio afecto de las remontadas épicas y las, a veces, millonarias macarradas (a confesión de parte...). Compruebo el mal de amores de mi afición mientras bebo una caña en El Pulpo -el que, sospecho, podría ser mi bar de Champions-. Como el partido, la cerveza está más amarga que de costumbre; también algo debilucha, como un agua empozada que no amenaza con alegrar a nadie. Y sin embargo, la bebo. Como al partido. Hoy es la primera jornada de Champions para los blancos, que esta noche visten de rojo. Aún así, el Madrid, como el sifón de este bar, no termina de apretar tuercas al Dynamo de Zagreb.

Un niño con un rastro irregular de vello en el bozo da gritos. Desde su banqueta, el joven proyecto de hombre da indicaciones imaginarias a Mourihno. Pero el técnico luso no está hoy en el banquillo, sino enjaulado en una cabina de cristal desde donde ve el partido con su acostumbrado gesto cenizo de disgusto y desprecio. Avanza la noche. El chico a mi lado da voces, protesta la alineación, también la actuación arbitral y los (muchos) desaciertos de Coentrao.No para el chaval de pronosticar una derrota en el campo Maksimir. Yo, mientras tanto, no paro de preguntarme por la larga siesta que Özil duerme en el área.

Uno, dos... ¡ouch! Uno, dos... ¡uyyyyy! Uno dos, "me cago en..." Hago la cuenta de los pases y los toques que da el Real Madrid al balón. El promedio no llega a tres seguidos. Uno, dos... patadón. Uno, dos... patadón. A ver si cuela, a ver si entra. A ver si... Después de un primer tiempo casi tan leve como la cerveza que (mal)bebo, y en el que lo único sorprendente es el color de nuestra equipación, un solitario tanto de Di María adecenta el marcador.

Comienzo a acostumbrarme a este burocrático juego de contraataque, cuando el camarero me sirve una mini-hamburguesa. Miro el plato. Sospecho para el aperitivo la misma suerte que la cerveza y, porqué no, la de este partido. Nos acostumbra Mourinho al sucedáneo. Al juego pret-á-porter en lugar del traje de sastre que deberíamos vestir en cada encuentro. Se la guisa el portugués de una manera muy rara: pocos ingredientes, desabrida sazón y una manía cada vez más evidente de vendernos como solomillo los pases con los que el equipo remata un servicio que equivale a una dura y desabrida pata de gato.

Repasemos. Esta temporada, el Madrid tiene como mayor fichaje a Coentrao. Un jugador que ni juega de mediocentro ni es capaz de hacerse con la posición, y que no se cansa de dejar solo a Xabi Alonso -hoy ligeramente Red en el corazón portátil de mi Liverpool-, cada vez parece más solo ante el peligro. Özil, que ahora viste el diez -un dorsal al que le escatima, a veces, los honores-, parece haber contraído un envejecimiento acelerado que le obliga a ir andando tras el balón. Se afina Benzemá, es cierto, con un entusiasmo creciente que le hace ir a por la pelota y recupera algo de la garra demasiado limada que hoy sacamos en los encuentros fuera de casa. Sin embargo, algo falta.



Una defensa algo tosca que juega al derribo se adecenta sin embargo con los cada vez más necesarios Pepe y Carvalho, que en el primer encuentro de Champions han tenido intervenciones providenciales, mientras Ramos -menos propenso a subir por la banda en este encuentro- carboniza en el asador toda la carne de su juego de choque. Marcelo, por su parte, promete una colorida colección de tarjetas como siga con ese desafuero macarra -después de ese pase eficaz, atento, a Di María-con el que no sólo deshace sus evidentes progresos defensivos sino también el resultado total del equipo.

Finaliza el encuentro. Ocurren los tres pitazos mortales después de cuatro minutos de prórroga. Y me quedo mirando mi caña como quien contempla una rara ración de solomillo en un chino de Gran Vía. ¿Es este el Madrid que debería de ganar la Champions? A veces pienso que, como los jubilados, aumento mi propensión a la añoranza. A la tentación de fichar al José María Gutiérrez del último taconazo o al Zidane del golazo contra el Bayern Leverkusen. Entretanto, sostengo mis cubiertos afilados mientras miro con recelo esta rara presa de gato; inspecciono, indigesta, el tobillo de Cr7 y me relamo con el próximo Milan-Barcelona.