lunes, 4 de abril de 2011

Un mediocampista en Yoknapatawpha (y del Madrid, mejor no hablar)

__

Hasta hace cuatro días desconocía por completo esta historia. Después, rebuscando, descubrí que estaba escrita y documentada por su protagonista no sólo en uno, sino en varios textos. Pero en ese momento la anécdota me cogió, nunca mejor dicho, por banda. En plena Sala Cervantes de la Casa de América, angelitos de yeso y risotada maligna de Rodrigo Fresán incluidos, el asunto me pareció, en principio, hilarante. Pasados unos días, el episodio se me quedó en las manos como un teléfono sin tono.

Edmundo Paz Soldán respondía mansa y educadamente a las preguntas que el escritor argentino Rodrigo Fresán no hacía sobre Norte, la última novela del escritor boliviano. Daba vueltas Fresán, hacía geniales piruetas de humor, no necesariamente para llegar a algún lugar, sino para hacer el recorrido. En esas estaba el argentino cuando interpeló a Paz Soldán sobre la beca de fútbol que lo llevó a la Alabama de Faulkner. No sabía si reírme o no. ¿Una beca para jugar fútbol en el único país excluido de la gracia de este deporte? Pero la cosa no terminaba ahí. Lo peor estaba por llegar. A mayores ingredientes, mejores y más gordas interrogantes.

En aquel año, 1988, Edmundo Paz Soldán cursaba la carrera Estudios Internacionales en Buenos Aires y era hincha del Boca, a causa, dice él, de un boliviano, Milton Melgar, que jugaba en ese entonces de centro campista –y que después fichó y sobrevivió, no se sabe cómo, por el River-. El aún no novelista tenía 21 años, mucho tiempo libre para descubrir su vocación literaria y un amigo en una universidad de Alabama cuyo equipo de fútbol -el entrenador era ruso, para más señas- que ofrecía becas a estudiantes extranjeros para pagarles los estudios a cambio de jugar por la Universidad. Paz Soldán no hablaba inglés. No conocía los Estados Unidos y, dice él, que tampoco jugaba lo suficientemente bien al fútbol. Pero se fue. Al menos eso contó a Fresán con una risa reprimida de hipo tímido y mofletes sonrojados.

Rasguñando en Internet, encontré, sin embargo, una narración bastante más decorosa del quehacer futbolístico de Paz Soldán, quien, en efecto, jugó durante tres años en la Universidad de Alabama, donde terminó su carrera en Ciencias Políticas a la vez que leía a Orwell y se iba, a hurtadillas, a conocer la casa de William Faulkner:


Así fue que llegué a los Estados Unidos. Jugaba de mediocampista ofensivo. Como casi todos los chicos de mi generación, a los doce soñé con dedicarme al fútbol profesional. Luego me di cuenta –me hicieron dar cuenta-- que mi nivel no daba para la primera división; sin embargo, era suficiente para destacar a nivel colegial y universitario. Llegué a Huntsville, Alabama, como una estrella, pero no duré mucho así: mi juego parsimonioso, gambeteador, no funcionaba en medio del estilo norteamericano, que privilegiaba el juego agresivamente físico al estilo de los europeos (pero sin su elegancia). Tuve un primer semestre deprimente, de partidos en estadios con tribunas vacías, de juegos donde lo que más se aplaudía eran las jugadas defensivas y espectaculares –digamos, cuando el líbero del equipo contrario barría sin contemplaciones a uno de nuestros atacantes. Muchas veces pensé en volverme a Buenos Aires, sobre todo cuando sentía que esa gran diversión que era para mí el fútbol se había tornado en un trabajo (las mañanas que debí levantarme a las seis de la mañana, las sesiones interminables de entrenamiento bajo el sol agotador del fin del verano sureño). No lo hice porque, bueno, debía asumirlo: el fútbol era un trabajo para mí esos años. Me pagaba los estudios.

Si Pablo Neruda, Miguel Delibes, Mario Benedetti, Roberto Arlt, Horacio Quiroga, Julio Ramón Rybeyro, Augusto Roa Bastos, Osvaldo Soriano, Eduardo Galeano, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Rodrigo Fresán, Javier Marías, Luis García Montero… han escrito páginas magníficas de la literatura hispanomericana dedicadas al fútbol, también es cierto, y lo hace notar Rodrigo Fresán a Paz Soldán en esta distendida charla sobre un libro del que todavía no se ha hablado, es que no ha sido escrita, todavía, una novela canónica sobre el fútbol.

No sé si la historia de Paz Soldán sea o no el esqueleto de un libro futbolero, o si existe tal cosa como una novela canónica sobre el fútbol. Tampoco sé si Paz Soldán acaricia la idea de llevar a cabo una empresa como ésa. Repaso, sin embargo, la enorme ausencia que ilumina Fresán con sus insoportables y pesadas gafas. No hay, en efecto, una novela que recoja en sus páginas, las pasiones y despechos que los estadios aprisionan entre sus gradas. Hay crónicas, reportajes, poemas, textos breves, ensayos, pero no una novela cuyo centro sea, enteramente, el fútbol. Creo, sinceramente, que es un deporte que, por alguna rara y catártica razón, se resiste a su propia representación. Combustiona a una velocidad distinta a la del resto del mundo. ¿Sería posible, entonces, asignarle una condición literaria a un universo completamente autónomo?

Novela canónica a un lado, no dejo de darle vueltas al Paz Soldán de veintitantos, aún verde y sin Río Fugitivo, La materia del deseo, ni Palacio Quemado, viajando del Sur de América Latina al Sur de Estados Unidos para jugar al fútbol en el único país del mundo donde, probablemente, este deporte sea una rareza, una extravagancia parecida a la de un boliviano que entrena, guiado por un ruso, en un campo de fúbol repartido a ambos lados de una frontera entre Mississippi y Yoknapatawpha.

2 comentarios: