Julio Sergio llora en el área. Su equipo pierde contra el Brescia 2-1. Apenas hay 10 hombres en el campo tras la expulsión del defensa Philippe Mexes. Su técnico, Claudio Ranieri, no puede sustituirle. Ha agotado los cambios y Sergio su paciencia. El guardameta de un metro ochenta y siete centímetros arruga su barbilla e, impotente, manotea contra el palo derecho mientras sorbe sus babas y, derrotado, chilla. Pienso en Peter Handke, y me pregunto en qué estaba pensando cuando escribió El miedo del portero al penalti.
No fue discreto. No se dio la vuelta ni apretó los dientes. Con la boca abierta, arqueada hacia abajo, como los niños -o los hombres humillados-, el portero de la Roma lloró amargamente. Apoyado en el palo de una portería, incapaz de atajar nada que no fuesen pinchazos en su tobillo lesionado, el brasileño Julio Sergio estuvo condenado a permanecer en el terreno de juego durante más de cinco minutos hasta que acabara el partido.
Miro su imagen en You Tube, una y otra vez, y hasta me parece advertir un brevísimo hilo de saliva que aterriza en su cabello desde la grada tifosa del estadio Mario Rigamonti. Peor que la derrota es sin duda la torcedura en el tobillo que le estropea el alma al feroz ladrador y lo confina a ese pozo de rabia y llanto. En este juego, el hombre vuelve a ser niño. Por alguna extraña fórmula de esa hierba que reviste los campos, sobre ella los hombres a veces conmueven y enloquecen, se engrandecen y se derrumban, solos y desamparados, como estatuas rotas.
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