Año tras año, África expulsa a los suyos en un viaje de más de 1.500 kilómetros y cinco días desde Mauritania hasta el norte de las Islas Canarias, la ruta más transitada para quienes deciden emigrar. Existen otras cuatro formas diferentes de llegar al archipiélago canario, cada una con un precio cercano a los 600 euros por tripulante, aunque si el cayuco parte de Marruecos, el viaje asciende a 1.500, según cifras aportadas por La Cruz Roja.
En estas barcas, de unos 25 o 30 metros de largo, pueden viajar entre cien y ciento treinta personas. Campesinos, cabreros, mecánicos, pescadores, universitarios. Se calcula que las mafias que comercian con la inmigración ilegal ganaban cerca de unos 75 millones de euros anuales entre los años 2008 y 2009, antes de la crisis económica –la cifra de desempleo en España creció de 11% a 18%- que hizo descender a sus mínimos históricos los niveles de inmigración ilegal. Los traficantes de migrantes son a su manera, coyotes del agua. Su trabajo es embarcar, y embaucar, a los pasajeros. El resto lo hace el mar, la suerte o la muerte.
Los hombres que desembarcaron ese verano llevaban casi una semana conviviendo con una purulenta tripulación de cadáveres en descomposición. Llegaron a tierra cual pasajeros de una barca fúnebre. Después de pasar los controles médicos y aún a la espera de una respuesta sobre la legalidad de su estatus en suelo español, uno de ellos compareció ante la prensa española, que no tardó en hacerse eco de su historia.
Tenía los ojos negros y la piel brillante. Los dientes blancos y la mirada desenchufada. Parecía un hombre que llega del infierno como si se tratase de un lugar normal. A la espera aún sobre su posible repatriación, este estropeado marinero, este Ulises pinchado en su barca de hule, dijo haber cumplido, al fin, su sueño. No sólo había llegado a España, sino que lo había hecho vistiendo una camiseta del FC Barcelona, un sentir que bien podría ser una marca pero que arranca furores incluso en lugares como Sierra Leona.
El sujeto pronunció sus palabras como quien está en trance: mirando hacia ninguna parte y vistiendo los jirones de algo que en algún momento fue una sudadera de rayas azules y granate. El negro, de ojos sin corriente, llevaba puesta la camiseta con el dorsal 10, el número del delantero derecho argentino Lionel Messi, quien también había cruzado una extensa mancha de agua para llegar a España, de otra forma, pero la había cruzado diez años antes, en 1998.
Messi, nacido en Rosario, Argentina, llegó a Barcelona siendo apenas un adolescente con problemas de crecimiento. Pero tras dejar apalabrado y firmado su contrato en una servilleta, se convirtió en el niño prodigio de La Masia, la cantera azulgrana de la que han salido prodigios como Guillermo Amor, Pep Guardiola, Xavi Hernández y Charles Puyol.
Al momento de entrar en La Masía, Messi tenía apenas 13 años. Lo habían rechazado en el River; era demasiado pequeño para su edad. Hoy apenas alcanza el metro setenta, estatura suficiente para ser el Balón de Oro 2009, el primer argentino en obtener el premio que entrega la revista France Football y el séptimo azulgrana después de Luis Suárez, Cruyff, Stoichkov, Ronaldo, Rivaldo y Ronaldinho. Cosas del mar...
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Anfiteatro del Camp Nou, distrito de Les Corts, Barcelona. El Templo culé –y catalanista- en pleno y más agudo orgasmo. Las gradas desde donde veo el primer tiempo de los azulgrana contra el Valencia limitan con el palco de Joan Laporta, en aquel entonces todavía presidente del equipo y canciller deportivo del independentismo catalán. No en vano, meses después, justo antes de que el Tribunal Constitucional se pronunciara (sin hacerlo finalmente) sobre el Estatut y tras lograr el triplete de Champions, la Liga Española y la Copa del Rey, un henchido Laporta se lanzó a la calle para pedir respeto a la soberanía catalana. Lo hizo varias veces. La primera a luz del día.
La segunda, de madrugada y con antorchas, durante la conmemoración del 69o aniversario del de la muerte último presidente republicano de la Generalidad, Lluís Companys, quien fue fusilado por fuerzas franquistas en el foso de santa Eulàlia del Castillo de Montjuic, en 1940.
A mi lado, un par de ancianos hablan en el más puro y duro de los catalanes. Una orgía de eles y plaus imposible de descifrar para cualquier oído pedestre. Los hombres no se han dirigido a nadie en castellano. Puede que no les interese, que no lo necesiten, o que en este estadio nadie hable español y aún no me haya dado cuenta. La megafonía canturrea, también en lengua local y sin traducción, las señas de un niño perdido que espera a sus padres en la puerta número 56. “El nen extraviat, a la porta número cinquanta-sis”.
Dos filas más atrás, un hombre de piel negra –brillante, casi como una piedra lisa y pulida- grita improperios y vítores. Lo hace en un español defectuoso y provisional, un español incompleto y rudimentario pero profundo. Lanza palabras que parecen dichas por un niño. Palabras incompletas, cortadas, casi nuevas y poco aceitadas. “Gudjohnsen, tío, no vales para nada. Para nada”. Y aunque le faltan acentos y vocabulario, al voceador le sobra razón.
Miro al campo y compruebo las afirmaciones de mi vecino de grada. Eidur Gudjohnsen, el que en ese entonces era el centro campista islandés de los catalanes para la temporada 2006-2007, era un paquete. Por eso lo traspasaron al Mónaco. Pero Gudjohnsen era lo que menos importaba en este momento. Era la piel brillante del hincha y sus palabras poco aceitadas. Eran sus gritos y su emoción. Me di la vuelta
Su grueso forro polar. Sus manos toscas, hinchadas de cargar cosas. ¿Qué hace este hombre? ¿En qué trabaja para costearse una entrada en esta zona de rancios y abonados catalanes? Su voz parecía la uña que chirría contra un pizarrón. Una electricidad que enciende cuando alguien es capaz de asignarle al césped del campo la condición de una patria a la que sí parece invitado.
El hombre continuó gritando improperios contra Gudjohnsen ¿Y quién se supone el resto para sospechar de su abono, la elección de su patria o lo que sea? La pareja de ancianos catalanes mascaba palabras incomprensibles, mientras yo me quedé mirándome las uñas y los prejuicios.
Los afectos ciudadanos que despiertan el azul y el granate del Barça suponen una heráldica cuyo efecto se equipara a las cuatro barras rojas de la bandera catalana. Recoge Robert Hughes, en Barcelona La Gran Hechicera, la leyenda que atribuye las barras de la bandera catalana a una leyenda según la cual éstas son las marcas que dejó el hijo de Carlomagno para Wilfredo el Velloso, el fundador de la independencia nacional de Cataluña.Tras mojar sus dedos dentro de la herida del guerrero Velloso, rascó el escudo con las yemas dejando cuatro trazas de sangre. Cuatro líneas rojas y rectas. Las mismas que hoy dan ritmo a la bandera catalana.
La leyenda, insiste Hughes, jamás ha sido confirmada, porque las fechas de muerte de ambos personajes son demasiado remotas, valga acotar. Más allá de eso, nadie supone una escena de ese tipo con el suizo Hans Gamper y los 12 culers con los que fundó el Club, pero la épica es necesaria, de lo contrario, quién cruzaría el mar en una barca llena de cadáveres vistiendo las espaldas con la réplica futbolera del garabato guerrero.
Hay quienes dicen, entre ellos Kevin Connolly y Rab MacWilliam en Campos de Gloria. Senderos Dorados, que las rayas de la camiseta culé, se supone, están inspiradas en los colores del Merchant Taylor’s, el colegio privado al que asistió Alfres Whitty, el primer capitán del equipo catalán. Pero ninguna patria, sea propia o adoptiva, puede ser aséptica. Para que sea propia o deseada como tal, necesita una mise en escène. Y la ciudadanía del balompié no escapa a esas coreografías cívicas. Necesita danza, arrebato.
El Cant del Barça podría ser el himno nacional de una nación de inmigrantes. "No importa de dónde vengamos, si del sur o del norte, pero estamos de acuerdo, una bandera nos hermana". Y a pesar de eso, la versión oficial, compuesta en 1974, está íntegramente escrita en lengua catalana. He ahí el extraño cosmopolitismo barcino, imposible de descifrar, incluso en el himno de su club de fútbol.
Esa patria se juega con los pies. Su himno es la muchedumbre y la dirección de su estadio un pase que sigue la avenida de la Diagonal. Aquí todos tienen derecho a pitar por igual. El hombre del español poco aceitado, el chico que no llega al metro setenta, el malhumorado abuelo de las “eles” y los “plaus” y hasta el mismísimo xarnego de Juan Marsé del barrio El Carmelo.
En medio de todos nosotros hay demasiado césped, también enormes manchas de aguas, cercanas o remotas, pero suficientes para nadar durante toda la eternidad. Y entonces me da por pensar de nuevo en el hombre del Cayuco que pisó España con la camisa del Barcelona. Pienso en él mientras muerdo, sin mucha convicción, la cáscara salada de una pipa.
Enorme esta crónica (no en extensión, sino en calidad). Dice tanto, tantísimo, sobre algo que también viví y no supe nombrar, que uno también acaba viéndose las uñas y los prejuicios. Viví en Barcelona un rato, casi 4 años... seguí siendo madridista hasta los huesos a pesar de que tuve momentos muy felices allí, eso sí, nunca tuve suficiente dinero como para costearme una entrada al camp nou.
ResponderEliminarSaludos, nos seguimos leyendo
Sencillamente estupenda. Una pieza maestra de escritura Karina, felicidades.
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